el pueblo de la palabra
"Los que se habían dispersado iban por todas partes anunciando la Palabra" (Hechos 8:4).
El pueblo judío amaba la Palabra de Dios. Dios los llamaba a meditar en ella día y noche (Jos 1:8; Sal 1:2). La consideraban más valiosa que todo el oro y plata (Sal 119:72).
Sin embargo, los cristianos se entregaron, más aún que los judíos, en corazón y alma a la Palabra de Dios. Después de que Jesús pasara el día de su resurrección enseñando la Biblia tras una caminata de diez kilómetros por la tarde (Lc 24:27) y durante otras tantas horas por la noche (Lc 24:45), los primeros cristianos entendieron claramente lo importante que era la Palabra de Dios. Desde el momento en que la Iglesia comenzó en Pentecostés, los miembros de la Iglesia se dedicaron a aprender, vivir y enseñar la Palabra de Dios (Hch 2:42). Los apóstoles se concentraron en el ministerio de la Palabra (Hch 6:4) hasta el punto de que fueron arrojados a la cárcel en varias ocasiones, por no cesar de proclamar y anunciar la Palabra de Dios (ver Hch 5:42). Esteban proclamó la Palabra de Dios con tanta audacia y valentía, que se convirtió en el primer mártir (Hch 7:2 ss). Felipe predicó la Palabra aun cuando estaba escapando de su persecución (Hch 8:4-5). Por otra parte, el Espíritu le dijo a Felipe que se dirigiera a un extraño de Etiopía y le enseñara la Palabra de Dios (Hch 8:29 ss). Los primeros creyentes recibieron el nombre de "cristianos" sólo después de un año de estudio intensivo de la Biblia (Hch 11:26). Los miembros de la iglesia de Berea acogieron la Palabra con gran entusiasmo y estudiaban la Palabra de Dios todos los días (Hch 17:11). El espíritu de la Iglesia primitiva está bien expresada por San Jerónimo: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo" (Catecismo, 133).
Oración: Padre, que nuestros corazones ardan, mientras Jesús resucitado nos interpreta las Escrituras durante la temporada Pascual (ver Lc 24:32).
Promesa: "Todo lo que me da el Padre viene a mí, y al que venga a mí yo no lo rechazaré, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la del que me envió" (Jn 6:37-38).
Alabanza: Dios sanó las heridas que sufrió Bob al tocar accidentalmente un cable eléctrico de alta tensión.
Rescripto: †Reverendísimo Joseph R. Binzer, Obispo auxiliar y Vicario general de la Arquidiócesis de Cincinnati, 1 de abril de 2015
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