Jesús nos ordenó que tomáramos nuestras cruces cada día (Lc 9:23). Una cruz romana existía solo con el propósito de causar la muerte de una persona. Una cruz diaria significa morir diariamente a sí mismo. Esta es la máxima vida de amor, la cual es la mayor expresión de libertad. Sin embargo, una vida de cruces diarias y de muertes diarias requiere tanto amor que no podemos elegir esta vida de amor desinteresado y, por lo tanto, quedamos paralizados por el egoísmo y el miedo. Solo obedeciendo al Señor podemos ser libres para elegir el camino de las cruces diarias, el camino del amor.

Jesús nos lleva a la montaña de la Transfiguración donde se quita el velo del Cristo escondido por la fe (ver Col 3:3) para que podamos ver al Cristo transfigurado en gloria. Esto puede suceder por medio de los sacramentos, la Biblia, los pobres, una curación, un milagro, un matrimonio, un nacimiento, una bendición u otras experiencias espirituales. Cuando vemos a Cristo transfigurado, somos guiados a recibir un nuevo Pentecostés. Entonces el Espíritu proclama que Jesús es el Señor (1 Co 12:3). Sabiendo no solo en nuestras mentes, sino también en nuestros corazones, que Jesús es el Señor, escuchamos a Jesús (Lc 9:35), incluso acerca de la vida llena de amor de las cruces diarias y las muertes diarias. En sumisión al Señor Jesús transfigurado, somos libres de amar como Él amaba, incluso de morir en la cruz.

Rescripto:  †Reverendísimo Joseph R. Binzer, Obispo auxiliar y Vicario general de la Arquidiócesis de Cincinnati, 16 de julio de 2018

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